"There is no excellent beauty that hath not some strangeness in the proportion." Francis Bacon, Of Beauty.
No hay belleza sin un punto de exceso. La iglesia de Santa Marina era un buen ejemplo. Contruida a principios del s. XVIII por los balleneros bajo los auspicios del Marqués de Santa Cruz (el "Vello Pelucas" según el apodo dado a su estatua por los escolines a su estatua con peluca rococó), tenía un órgano más antiguo y hecho para otra iglesia más grande. Por eso era un instrumento y una localización ideal para piezas de los ss. XVI y XVII.
El organista era exquisito, hábil como un cirujano. Su ornametanción, sobria, apropiada al período (ibérico, reinado de los Austrias) enriquecía aún más las maravillosas obras. El repiqueteo de los registros y la nasalidad del organistrum retumbaban como las trompetas del Apocalipsis haciéndome recordar la lectura de la Misa.
Mientras miraba el altar dedicado a Santiago Apóstol, en el que un maremágnum de figuras se entremezclaba: cabezas de inocentes, infieles decapitados, donantes genuflexos, palmas de mártires, hasta los cascos de los caballos. Justo entonces comenzó un Tiento de Cabezón. Sentí como un rapto, un arrbato místico, un abandono, un arrobamiento... y entonces lo entendí todo! ¡Maltida sea! Tenía que salir de alli. Pero no podía. Por lo menos hasta que acabara el concierto. O al menos hasta que mi alma retornara a mi cuerpo.
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