En ti me quedo
De vuelta de una gloria inexistente,después de haber avanzado un paso hacia ella,
retrocedo a velocidad indecible,
alegre casi como quien dobla la esquina de la calle
donde hay una reyerta,
llorando avergonzado como el adolescente hijo de viuda
sexagenaria y pobre
expulsado de la academia vespertina en la que era
becario.
Estoy aquí,
donde yo siempre estuve,
donde apenas hay sitio para mantenerse erguido.
La soledad es un farol certeramente apedreado:
sobre ella me apoyo.
La esperanza es el quicio de una puerta
de la casa que fue desarraigada
de sus cimientos por los huracanes:
quicio-resquicio por donde entro y salgo
cuando paso del nunca (me quisiste) al todavía (te odio),
del tampoco ( me escuchas) al también ( yo me callo),
del todo ( me hace daño) al nada ( me lastima).
No importa, sin embargo.
Los aviones de propulsión a chorro salvan rápidamente
la distancia que separa Tokio de Copenhague,
pero con más rapidez todavía
me desplazo yo a un punto situado a diez centímetros
de mi mismo,
deprisa
muy deprisa,
en un abrir y cerrar de ojos,
en sólo una diezmilésima de segundo,
lo cual supone una velocidad media de setenta
kilometros a la hora,
que me permite,
si mis cálculos son correctos,
estar en este instante aquí,
después mucho más lejos,
mañana en un lugar sito a casi mil millas,
dentro de una semana en cualquier parte
de la esfera terrestre,
por alejada que os parezca ahora
Inventario de lugares propicios al amor
Son pocos.
La primavera está muy prestigiada, pero
es mejor el verano.
Y también esas grietas que el otoño
forma al interceder con los domingos
en algunas ciudades
ya de por sí amarillas como plátanos
el invierno elimina muchos sitios:
quicios de puertas orientadas al Norte,
orillas de los ríos,
bancos públicos.
Los contrafuertes exteriores
de las viejas iglesias
dejan a veces huecos
utilizables aunque caiga nieve.
Pero desengañemonos: las bajas
temperaturas y los vientos húmedos
lo dificultan todo.
Las ordenanzas , además, proscriben
la caricia (con excepciones
para determinadas zonas epidérmicas
-sin interés alguno-
en niños, perros y otros animales)
y el «no tocar, peligro de ignominia»
puede leerse en miles de miradas.
¿Adonde huir entonces?
Por todas partes ojos bizcos,
córneas torturadas
implacables pupilas,
retinas reticentes,
vigilan, desconfían, amenazan.
Queda quizá el recurso de andar solo,
de vaciar el alma de ternura
y llenarla de hastío e indiferencia,
en este tiempo hostil, propicio al odio.